En un momento de la vida, Rosa se lanzó al vacío. En ese momento sus pensamientos dejaron de estar poseídos por esa neblina que tanto la preocupaba. Claridad, todo sobrio y evidente. Ahora podía figurarse sin lugar a dudas cuáles habían sido los perjuicios que la habían llevado a ese momento. Podía vislumbrar y entender todos los comportamientos inexplicables que la habían conducido a aquella situación. Y podía hacerlo sin temor a equivocarse.

Mientras caía pudo observar como la vecina del 731 preparaba lo que creyó una tortilla de cangrejo ruso. Como el vecino del 623 hacía el amor apasionadamente con la secretaria de las oficinas del 845. Como el anciano del 543 meaba sangre y como el cuerpo del periodista que se había mudado recientemente al 478 y que había subido hasta su piso a presentarse tras un tenso pero divertido incidente en los ascensores del ala oeste, yacía inerte sobre una preciosa alfombra persa. 

Pasó también por la habitación del hijo de los Parada, Luismi creyó recordar. Aquel hijo de puta, deficiente mental que se cagaba dos veces al día en la sala de su casa por pura diversión. Era increible lo que soportaba aquella pareja con el engendro que tenían por hijo. Aquello era realmente degradante para ellos, al servicio de una especie de demonio rojo que por no ser no era ni consciente de la mierda entre la que nadaba, vómitos llenos de babas y flemas pastosas de color amarillo.

Y así Rosa oyó el leve susurro que una rata de alcantarilla antes de morir aplastada por la rueda de un camion. Y eso fue lo último que oyó antes de que su cuerpo chocase con el frio y sucio pavimento. Y fue lo último que oyó antes de la preciosa sinfonía de colores, formas y ruiditos que la gravedad dictó sobre ella. Y así, Rosa decidió morir.